Por: Enrique Roberto Hernández Oñate
En aquel remoto lugar, cerca de una montaña que la nieve cubría en su punta, dirigí mis energías a pensar en la calidez y fuerza de tus brazos.
Y no es que tus brazos me llenaran de satisfacción, para nada. Tus brazos llenaban, saciaban y cundían de flores la punta de la montaña que, nevada aún, vertía su calidez encumbrada en los tristes ojos del que la miraba.
¡Qué invierno aquel!; los arboles lucían en la punta de sus hojas pequeños cristales blanquecinos que derramaban una tenue y tímida gota de agua: a veces no se piensa quizá que el invierno no es tan gélido como el verano secando esas bellas manifestaciones acuosas. Ese fulgor solo el hielo y la nieve te lo prestan en diciembre.
Probablemente esos cándidos puntos de agua sean estrellas que descienden para morir y regalarnos su último fulgor. En un suspiro se va: de hielo a nieve, de nieve a agua, de agua… de agua a nada. A su caída, estrella fugaz en el firmamento y en mi lágrima… un deseo.
Cuando desperté del trance y dándome cuenta que el sol atacaba mis ojos, me ubiqué en mi realidad. Deje de soñar en esa montaña, en esa nieve, solo había gente caminando a mi alrededor. Mi mirada perdida hacia el horizonte, viendo como las nubes cambian de forma, de repente un circulo y al parpadeo…tu cara.
Tu cara, tus brazos, te sigo recordando en esta realidad y me doy cuenta que, siendo tú lo que pienso, eres montaña, eres nieve y eres nube.